15.7.04

Pasión nocturna.

Era de noche y, por fin, todos se habían retirado a sus habitaciones. El señor había tardado un poco más de lo normal, ya que unos asuntos de trabajo le habían retenido en su despacho, robándole parte de sus habituales 10 horas de sueño. La señora, los niños y los criados, en cambio, permanecieron fieles a su horario.

Este retraso casi había vuelto a Mary loca de impaciencia. Ardía en deseos de acudir a su gran cita nocturna con la lectura: la gran biblioteca de la mansión la esperaba como un fiel amante nocturno, clamando silenciosamente que alguien prestase atención a los cientos de volúmenes que, día a día, permanecían guardados y sin uso. Ella era la única que utilizaba esa parte de la casa con otra intención que no fuera sentarse para leer el periódico, mirar el paisaje a través de sus ventanales o tomarse un té con otras damas de la alta sociedad mientras se comparten toda una amalgama de confusos y ridículos chismes… pero debía hacerlo a escondidas, ya que ¿porqué debería interesarse por la literatura una chica como ella? ¡Una criada! ¿Acaso no debe estar el conocimiento reservado para aquellos que realmente puedan hacer algo útil con el? Esto le parecía inmensamente injusto a Mary, pero en pleno siglo XIX, ¿qué podía decir ella? El mero hecho de levantar la voz podía costarle su trabajo, y dependía de él para sobrevivir.

Y para acceder a las obras que tanto amaba.

Con el cuidado y la paciencia dignos de alguien que lleva casi un año haciendo estas escapadas nocturnas, salió de su habitación y, con la total oscuridad como telón de fondo, cruzó las dos plantas y los tres pasillos que le separaban de la biblioteca. A fuerza de recorrerlos una y otra vez durante sus horas de trabajo, los conocía de memoria, así que sabía perfectamente dónde podría esperarle una cómoda, un armario, una puerta, un jarrón. De ese modo, estaba segura que ningún ruido, resultado de un choque accidental, despertaría a los durmientes.

Finalmente divisó la gran puerta de caoba que separaba la cotidianeidad de su vida de la magia y la sabiduría que tantas personas habían derramado sobre las miles de páginas contenidos en aquella estancia. Abrió con sumo cuidado, aunque sabía perfectamente que ningún chirrido escaparía de las bisagras, ya que todos los días las engrasaba secretamente con ese fin. Y justo entonces, comenzó la aventura.

La mortecina luz de la luna penetraba por los grandes ventanales, dándole a la estancia un aspecto misterioso, casi fantasmagórico, que Mary adoraba. Cerró la puerta suavemente y se dirigió al centro de la habitación. Siempre le gustaba comenzar paseando su mirada por todos aquellos volúmenes recopilados a lo largo de los años por los antiguos dueños de la casa y ancestros del actual señor. Estos se encontraban distribuidos a lo largo de varias estanterías de gran tamaño y anchura, que ocupaban por completo tres de las cuatro paredes de la habitación. Estaban hechas de una madera muy oscura y eran bastante antiguas, parecían soportar el peso del saber y el paso del tiempo con la dignidad propia de quien sabe que la función que desempeña tiene gran importancia.

De pie, en medio de aquella cantidad de obras, Mary podía señalar con claridad donde estaban los libros que ya había leído, lo sabía de memoria. Frankenstein estaba en la parte baja de la estantería situada justo al lado de la puerta. Encima descansaba Don Quijote de la Mancha y en las siguientes estanterías estaban sus queridos Orgullo y prejuicio, El mercader de Venecia, La trágica historia del doctor Fausto, La Ilíada, La Odisea, y tantos otros que habían llenado sus noches de alegría, miedo, pasión o tristeza. La noche anterior había terminado de leer Romeo y Julieta, con lo cual, debía elegir un nuevo libro.

Miró el reloj de pared que estaba entre dos de los ventanales. Marcaba la una de la mañana, lo cual significaba que tenía dos horas para elegir la obra y comenzar a leer. Pasado ese tiempo, volvería a la cama para aprovechar las cuatro horas de descanso antes de comenzar la jornada de trabajo. Por suerte, nunca había necesitado dormir demasiado. Se acercó a las estanterías y comenzó a recorrerlas despacito, mirando los títulos que salían a su encuentro con interés y siempre tocando con suavidad y reverencia los lomos de aquellos tesoros en forma de libro. Había dos cosas que le encantaban de ellos, a parte de la historia que contaban: su tacto y su olor. Le gustaban especialmente los libros de lomo rugoso y duro, con viejas páginas amarillentas que despedían el aroma de las centurias. Se imaginaba por cuántas manos habrían pasado y qué tipo de personas los habían manejado y luego se preguntaba cómo los actuales señores de la casa y sus hijos podían ignorar aquellas sensaciones. ¿Es que sus ancestros no les habían trasmitido sus conocimientos? ¿O sería que, simplemente, preferían ignorar su legado? Fuera cual fuera la razón, Mary estaba totalmente segura de que era mucho lo que se perdían.

Finalmente, dio con el libro que comenzaría a leer aquella misma noche. Tapas color granate cuyo diseño, lleno de múltiples pequeños agujeritos, le hacía un suave masaje en las yemas de los dedos al sujetarlo. El título era La divina Comedia, de un tal Dante Alighieri. Lo abrió hacia la mitad y, mientras sonreía, aspiró su olor. Era un poco más grande que otros libros que había leído últimamente, así que invertiría en él bastantes noches de lectura. Sin más dilación y tras dirigirse a un sofá y encender una vela que llevaba en el bolsillo de su bata, comenzó a leer:


A mitad del camino de la vida,
en una selva oscura me encontraba
porque mi ruta había extraviado.
¡Cuán dura cosa es decir cuál era
esta salvaje selva, áspera y fuerte
que me vuelve el temor al pensamiento!



En medio de la noche, un cuervo grazó y el viento susurró entre las ramas de los árboles próximos a la mansión. Pero Mary no lo escuchó, ni siquiera estaba allí para presenciarlo. En aquél momento y hasta que el reloj diera su aviso, estaría en el Infierno.