18.7.04

Crónicas del Círculo I - ¡Huye!

“Huye… por lo que mas quieras, ¡escapa!”

Aquellas palabras le taladraban la mente mientras corría con desesperación entre la nieve. El frío era intenso, y hacía rato que había dejado de sentir las manos y los pies, pero a pesar de ello, no se detendría. Ni siquiera las zonas en las que la nieve le cubría hasta las caderas suponían un obstáculo real para él, ya que rápidamente se arrastraba fuera de los agujeros helados. Lo que había visto era demasiado aterrador como para detenerse siquiera un minuto a descansar, el miedo lo impulsaba como si de un resorte se tratase.

“No te quedes mirando, ¡corre!”

Los árboles parecían mirar con sorpresa al joven, como si nunca hubieran presenciado una carrera así en sus miles de años de vida, y lo cierto es que muy pocas veces ocurría algún fenómeno que los despertase de su letargo. “Los árboles tienen ojos y nos espían”, le había dicho años atrás su padre. Mientras corría, lo recordaba con toda claridad. De pequeño esa afirmación le había asustado muchísimo, hasta el punto de que no deseaba pasar cerca de ninguno de los inofensivos árboles que había en el pueblo. Ahora, en cambio, ocuparía gustoso el lugar de cualquiera de ellos, ya que ¿qué peligro puede correr un árbol de la tundra? Nadie se para en medio del insoportable frío a talarlos y ninguna bestia del bosque los ataca jamás. Los humanos, lamentablemente, no tienen la misma suerte: como si no fuera suficiente el hecho de que muchas bestias encuentran sus cuerpos irresistibles, incontables son las veces en las procuran acabar los unos con los otros.

Lo cierto es que pocos eran los que se atrevían a cruzar los desiertos helados que separaban los pueblos del Círculo entre sí. Pero él y su hermana lo habían hecho. Al ponerse en camino les asustaba más la guardia que patrullaba el camino y que llevaba dos días buscándolos que los hasta entonces hipotéticos horrores que pudiera esconder los vastos terrenos helados.

Un grito lejano y familiar llegó hasta sus oídos, pero no dejó de correr.

¡Maldita sea! ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué no habían seguido el camino? ¡Malditos fueran los Señores de la Ley! ¡Ellos eran inocentes! El robo de la Copa Áurea del Templo de Retthe había sido el tema central de todos los chismorreos en el pueblo durante una semana, pero ellos no habían prestado mucha atención en ningún momento, bastante tenían ya con intentar sobrevivir como para pensar en la desaparición de un objeto que servía de culto a un dios en el que no creían. Pero lamentablemente, los problemas pueden aparecer incluso cuando no se los busca, y la Copa había aparecido en el zurrón de Lya. Cómo había llegado hasta allí, ellos no lo sabían. Lo que estaba claro era que el verdadero ladrón había decidido deshacerse del problema y pasárselo al primero que se encontrara en su camino, y el zurrón le había ido a las mil maravillas. No sirvió de nada contar la verdad, los sabios Señores parecían estar bastante hartos del tema: tenían la Copa y a dos cabezas de turco, ¿para qué molestarse más? La horca parecía ser lo único que hacía falta para solventar el problema y devolver a sus mentes la añorada paz y tranquilidad.

Milagrosamente, habían conseguido escapar de la mazmorra en la que se disponían a esperar a la muerte y el plan de huida se trazó rápidamente, sin pensar demasiado. Cruzarían el desierto helado, se alimentarían de los animales que pudiesen cazar y se calentarían con sus pieles. Cuando llegaran al siguiente pueblo, decidirían a dónde les llevarían los pasos.

Los primeros días habían transcurrido sin novedades. Cada día caminaban varias decenas de kilómetros, cazaban, descansaban, y volvían a ponerse en camino. La suerte parecía favorecerles. Pero al quinto día, todo cambió. Comenzaron a sentir una vaga e imprecisa presencia que, oculta a sus miradas, parecía estar fija en ellos. En ningún momento se iba y había veces en las que parecía acercarse a ellos peligrosamente, aunque no veían ninguna huella en la nieve que delatara su posición. Supusieron que sus mentes cansadas les estaban jugando una mala pasada, y no cejaron en su empeño de cruzar la vasta extensión de níveo terreno.

Ojalá hubieran hecho caso a sus intuiciones… pero ya era demasiado tarde para lamentarlo. Y su hermana fue la primera en pagar caro su gran error, pues hizo frente a la bestia que los perseguía, una vez ésta dejó de ser una mera presencia etérea. Para dar tiempo a que él emprendiese la huida, se sacrificó a la bestia maldita, mientras le ordenaba que sue fuese. Ella sabía que no había manera de sobrevivir, y si su muerte podía salvar la vida de aquél a quien tanto amaba, así lo haría.

Mientras corría, rememoraba aquellos momentos con dolor. Cómo la bestia había comenzado su ataque, cómo sus garras habían traspasado la blanca carne y la sangre manaba sin cesar. Al principio no pudo reaccionar, estaba paralizado por el horror. Pero los gritos agónicos de Lya le despertaron y empezó a correr.

Con un gran esfuerzo, se deshizo de aquellos pensamientos para centrarse en el presente. Frente a él, como salida de la nada, había aparecido una hilera de enormes árboles cuyas retorcidas ramas tendría que sortear con cuidado para no desgarrarse la ropa y la piel. Tras unos minutos de intenso forcejeo, los atravesó y apareció en un claro. Decidió que ya era el momento de darse un descanso. Se sentó en el suelo y cerró los ojos, dejando que la inactividad cubriera sus músculos agarrotados como si fuera un bálsamo. Sentía su corazón latiendo con fuera y un hormigueo en sus pies y manos, que parecían volver a la vida. El viento le revolvía los cabellos oscuros y secaba el sudor de su cara. La modorra estaba haciendo presa de él y no tardaría en entrar en el mundo de los sueños. Ya no tenía fuerza para resistirse al sueño. Seguía sintiendo el viento en su cara, y de repente, éste se había transformado en unas frías manos de mujer que jugueteaban con su cabello, apartándolo de su frente y peinándoselo con cuidado. Ahora masajeaba su cara con suavidad, le hacía cosquillas en el cuello y en las orejas, recordándole las juguetonas caricias que le daba su hermana cuando tenía un buen día. Sentía que si se despertaba, la encontraría sentada a su lado, esperándole para recorrer el camino con él. Quizás lo que había visto kilómetros atrás no había sido más que una pesadilla, quizás si despertaba…

… ¡allí estaba! Parecía que la luminosidad del cielo le hacía ver espejismos. Parpadeó varias veces, pero su rostro sonriente seguía allí y su cuerpo le abrazaba con amor. Le llamó por su nombre.

- Lya. Pero no puedes ser tú, estabas …
- ¿Muerta?

Él asintió, apesadumbrado.

- Oh, pero lo sigo estando, querido.
- ¿Co .. como dices?

El terror había vuelto de repente. ¿Por qué se había detenido? Sintió el frío cuerpo que le rodeaba, y miró los ojos de Lya. En un primer vistazo eran verdes y límpidos, pero parecía que se tornaban rojos ahora que se estaba despertando por completo. Quiso gritar, pero no pudo.

-Shhhhhhh, no digas nada. No te resistas, sabes que no puedes. Deja que te de un beso, hermano.

Con sus ojos cada vez más aterrados comprobó como aquel rostro ya no tan familiar se acercaba a él y supo en ese preciso instante que iba a morir.

Crac.

Con un sencillo pero duro golpe en el cuello todo terminó. La bestia parecía complacida, ¡dos cadáveres en un mismo día! Aquello era todo un festín. Mientras se levantaba, la forma que había tomado terminaba de desvanecerse y, una vez recuperado su aspecto verdadero, tomó el cuerpo y lo cargó a sus espaldas. La única prueba de que algo fuera de lo normal había ocurrido allí era el reguero de sangre que dejaba de rastro mientras caminaba y ya se encargaría el tiempo inclemente de ocultarlo.