21.7.04

Cuento de hadas - parte I

Érase una vez, en una tierra muy muy lejana, donde la magia y la belleza rezumaban por doquier, una joven princesa que quiso tener un enorme palacio con cinco plantas y siete torres, hecho totalmente de mármol blanco y que estuviera rodeado por los más hermosos jardines jamás vistos en aquellas landas.
 
El día de su nacimiento le había sido otorgado el don de hacer magia por un hada que había sido gran amiga de sus padres, los reyes. Aquel don, sin embargo, no era más que una semilla que crecería con el tiempo y que necesitaría de mucho aprendizaje para ser desarrollado y dominado de manera que no supusiera ningún peligro para la princesa y para la gente que la rodeaba. Como todos sabemos, la magia no es cosa de risa, y hay que tener mucho cuidado con los hechizos que se lanzan, porque sin la fuerza y el conocimiento suficientes, podrían ejercer el efecto contrario al deseado.
 
Pues he aquí que nuestra princesa creció sana y hermosa, pero también tremendamente cabezota y ambiciosa. A pesar de los consejos de sus padres y vasallos, decidió que su conocimiento de la magia era completo y a los quince años, harta de hacer pequeños hechizos para que los chicos se enamorasen perdidamente de ella o para arreglar las cosas que se rompían en el palacio, quiso hacer algo más grande. Algo enorme, que la hiciera famosa en todo el mundo y la hiciera entrar en los anales del reino. Y aquello sería su soñado palacio.
 
No habló de su proyecto con nadie, ya que estaba segura de que intentarían detenerla por todos los medios. A los ojos de la joven princesita, los demás tenían envidia de sus poderes y querían evitar que los usara, para así rebajarla hasta su mismo nivel; un nivel en que la magia no existía y las princesas sólo servían para casarse con los príncipes de reinos los circundantes y engendrar niños. Pero ella no sería así. No señor. Erigiría su castillo y lo llenaría de cosas bonitas y cientos de sirvientes que se doblegarían ante sus deseos. La pobre chiquilla lo creía con todo su corazón, y así llegó el día señalado en que se pondría manos a la obra.
 
Montada en su hermoso corcel blanco se dirigió a las tierras en las que había decidido situar su pequeño reino y una vez allí, descabalgó y comenzó a recitar los versos del hechizo. Ante sus ojos comenzaron a erigirse, una por una, todas las plantas y las torres que había deseado fervientemente para su castillo. Cuando el trabajo estuvo terminado, comenzó a crear de la nada todos los sirvientes que trabajarían para ella y los bellos ornamentos que adornarían el interior del nuevo palacio, que ella había bautizado como Prosperidad.
 
Tras un par de horas de duro trabajo y comprobar que todo lo que necesitaba estaba creado, hizo entrar a la servidumbre al palacio, mientras que ella se quedó fuera para comprobar su obra. Era sencillamente perfecta, tal y como lo había soñado. Su intención era dirigir el país desde Prosperidad, al tiempo que hacía que todos los reinos circundantes le rindieran pleitesía y pasaran a convertirse en condados y ducados, es decir, que tendrían un rango menor que el suyo y jamás nadie le ordenaría nada. Ella iba a mandar desde entonces y su nombre quedaría grabado a fuego en las mentes de todos los habitantes de sus tierras.
 
Pero algo salió mal y su hechizo comenzó a fallar. Horrorizada, vio cómo los muros y los tejados comenzaban a temblar violentamente y  se desmoronaban. Los criados, en el interior, chillaban enloquecidos, pero no podían escapar, ya que los bellos ornamentos habían cobrado vida propia y se movían con malignidad para evitar que estos escapasen. Así fue que, tan rápido cómo su sueño había cobrado realidad, quedó convertido en un montón de piedra blanca de cuyos resquicios manaban ríos de sangre de la servidumbre de Prosperidad.
 
Quiso marcharse de allí y esconderse en sus aposentos personales del palacio de sus padres para llorar amargamente y lamentarse por lo que había ocurrido, pero alguien que, sin que ella se diera cuenta, había estado contemplando la destrucción del castillo se lo impidió. Se trataba del hada que le había concedido sus poderes en el momento de su nacimiento, y que resultó ser la gran Morgea, poderosa en la magia como nadie más en aquellas landas (y que sí había estudiado lo suficiente como para dominar la magia en todos sus niveles). Con su voz suave y musical le dijo a la princesa que su mala conducta había llevado a gente inocente a la muerte, así que debía pagar por ello con un severo castigo. Desde aquél momento, en la mente de todo aquél a quien la princesa se acercara se formarían espantosas imágenes de la destrucción del castillo blanco y de la muerte de sus sirvientes, y así ocurriría  hasta el día en que abriese su corazón y su mente a la sabiduría y a la bondad.
 
Con aquellas palabras y un sencillo toque de su varita mágica en la frente de la joven, Morgea desapareció, dejándola sola a los pies de la mole blanca destruida.
 
Continuará…