29.7.04

Cuento de hadas - parte II

Tras yacer en el frío y duro suelo durante varios minutos, la princesita decidió que ya era hora de irse a su hogar. Una vez allí, rezaría a todos los dioses que conocía para que la perdonasen por su mal comportamiento y pediría a sus señores padres que le buscaran un mago para que la enseñase a dominar la magia. No quería que lo que había sucedido ese día volviera a repetirse. Parecía que la destrucción de Prosperidad había hecho madurar un poco a nuestra princesita, pero aún así, y aunque ella parecía haberlo olvidado, el castigo de Morgea aún pendía sobre ella.

Se acercó con resolución a su lindo corcel pero cuando estuvo a su lado, el animal se encabritó y, asustado, escapó por el camino justo en el sentido contrario al que la princesa deseaba tomar. Molesta y emprendiendo el camino a pie, se dijo que jamás volvería a coger un caballo como aquél, que no comía a menos que fuera hierba de primera calidad y no se movía a menos que las herraduras fueran perfectas. “Caballo estúpido, se cree que está por encima de los demás”. Pobrecilla, no sabía que lo que decía se lo podía aplicar a ella misma.

A medida que se iba a acercando a su hogar, vio multitud de gente haciendo todo tipo de cosas: granjeros que cuidaban de sus animales, agricultores recogiendo frutas y verduras que pronto serían utilizadas para alimentar a toda la población, guardias que cuidaban el camino… Todos ellos se volvían a mirarla con atención y algunos, se apartaban de su camino con cara de pocos amigos, como si ella les hubiera hecho algo malo. Pero ¿qué? Casi se podía decir que no les había visto en su vida, y ella no tenía por costumbre hacer daño a la gente, ¿porqué se apartaban de ella? Encogiéndose de hombros, continuó su camino.

Al cabo de tres horas de intensa caminata en que sus delicados pies se llenaron de magulladuras poco propias de una dama de alta alcurnia como ella, divisó el castillo de sus padres. “¡Por fin!”, se dijo, ahora podría darse un largo baño caliente al tiempo que reflexionaba sobre lo acaecido aquel día. Los inmensos portones estaban tallados de forma que parecían enredaderas de oro y tenían incrustaciones de jade y esmeraldas por todos los lugares. Allí apostados había cuatro guardias con el emblema de la corona dorada bordada en sus delicados jubones. La princesa sonrió y se acercó corriendo a ellos, esperando que hicieran profundas reverencias y la condujeran al interior del castillo. Pero no fue eso lo que ocurrió, sino que huyeron despavoridos al verla, como si se tratara de un monstruo que viniese a acabar con ellos.

- ¿Dónde váis? ¡No huyáis! ¡Soy vuestra princesa!

La jovencita estaba consternada. ¿Porqué habrían hecho eso? Desde luego que aquél asunto no terminaría allí, cuando viera a su padre le exigiría que los guardias fueran castigados. Los conocía a todos, así que estaba segura de que ninguna otra persona resultara azotada por confusión. Seguro que no había en aquellas landas nadie más magnánima que ella.

A través de las ventanas con grandes cristaleras del palacio percibió una serie de movimientos y, de repente, la puerta principal se abrió y allí apareció su señor padre, acompañado de una vasta columna de hombres armados que conformaban su Guardia personal.

- ¡Papá! – dijo ella al tiempo que ensayaba su más hermosa sonrisa – No te vas a creer lo que han hecho tus guardias. Con todo el descaro del mundo han huido ante mis narices sin mostrarme sus respetos y….

No vió que, a medida que se acercaba a ella, una máscara de horror y desconcierto había ocupado el lugar del gesto de felicidad que había estado en la cara del Rey minutos antes.

- Hija mía, sangre de mi sangre y dueña de mi corazón…¿qué has hecho? Imágenes terribles acuden a mi mente y en ellas veo que, sin pensar, has utilizado la magia y con ello has llevado la muerte a cientos de personas. ¿Acaso no te dije que con la magia hay que tener cuidado? ¿Es que desoíste todo cuanto te dije?

Un rayo pareció caer encima de la pobre chica, que en aquél momento recordó las palabras del maleficio de Morgea. Temblando de vergüenza intentó abrazarse a su padre:

- ¡Lo siento mucho, papá! No sabía lo que hacía y ahora me doy cuenta. Prometo que cambiaré, lo juro, haré todo cuanto esté en mi mano para….

- ¡¡No, apártate!! –dijo al tiempo que se deshacía del abrazo de su hija - No te reconozco, chiquilla. No esperes piedad por mi parte ante el crimen que has cometido. ¡Desaparece de mi vista y no vuelvas nunca más!

Tras decir esto, el Rey volvió al interior de su castillo, y los más valientes de su guardia personal se aproximaron a la princesita amenazadoramente. Cegada por las lágrimas y el dolor, echó a correr dejando atrás el hogar donde tan feliz había sido y, sin ningún objetivo marcado, corrió y corrió hasta que la noche tiñó el cielo con su oscuridad y las fuerzas la abandonaron. Sin darse cuenta, se había internado en un bosque lleno de árboles altísimos cuyas ramas parecían monstruosos brazos que quisieran atraparla para no soltarla jamás. Los rayos de luna no podían atravesar el frondoso techo formado por las copas de los árboles, así que lo único que se alcanzaba a ver por doquier era una oscuridad espesa y pegajosa que hizo mella en su espíritu y consiguió que perdiera la consciencia. Pero eso fue bueno, porque así no se dio cuenta de que miles de ojos la observaban mientras permanecía tendida en el suelo, soñando con hermosos momentos del pasado y temiendo lo que traería el futuro.

Continuará ...