14.8.04

El viejo.

Se levantó muy temprano, tal era su costumbre. Le gustaba caminar por la ciudad y ver las primeras luces del sol reflejarse en los edificios, en los árboles, en las aceras; respirar el aire de la ciudad antes de que ésta recibiera su ración diaria de polución. Pero sobre todo, le gustaba ver las calles vacías y escuchar el silencio que la casi total ausencia de gente produce a esas horas.

Caminaba despacio, ya que la rapidez y la prisa le habían sido negadas hacía ya años, cuando la artrosis se había adueñado de su viejo cuerpo. Pero no se quejaba. Al menos podía valerse por sí mismo y la vida aún no le ofrecía dificultades insalvables. No todos sus amigos podían decir lo mismo.

Llegó al banco que cada mañana ocupaba y se sentó. Entonces cerró los ojos y dejó que el ambiente del parquecito penetrase en sus sentidos. No había otro momento del día en que se sintiera más vivo. Aún podía percibir el olor de la hierba y la caricia del aire en su piel arrugada. El colorido de los árboles y arbustos aún llegaban con claridad a sus ojos. Se dijo a sí mismo que no había que preocuparse mientras eso no cambiara, aunque no podía evitar preguntarse de vez en cuando “¿qué será de mi cuando llegue ese día fatal? El día en que deje de percibir las cosas que me hacen seguir adelante, el día en que ya no me pueda levantar, el día en que…”

¡No! ¡Mejor no pensar en ello! Mejor vivir el día a día.

Pero no lo conseguía. A decir verdad, tenía mucho miedo. Su esposa había muerto hacía diez años y no habían tenido hijos. La soledad le seguía a todas partes, pero no constituía una gran compañera. Incluso cuando estaba con sus amigos se sentía un poco aislado y no entendía muy bien porqué era. Seguramente ellos compartían sus mismos temores, seguramente entre todos podrían ayudarse o incluso guiñarle un ojo a la muerte de vez en cuando por medio del humor y del compañerismo. ¿Por qué entonces se envolvía en ese mutismo?

Quizás lo había llevado tanto tiempo consigo que ya no podía desprenderse de él. Puede que en eso consistiera la vejez: en ir desprendiéndose de las cosas que antes eran el pan de cada día para acabar centrándose en uno mismo cada vez más. ¿Y a dónde conduce, pues, el paso inexorable del tiempo? Al despego total de la tierra que nos vio nacer… a la muerte. Pero qué más daba, ¿acaso iba a dejar de temerla por encontrarle una supuesta explicación? Meneó la cabeza como respuesta. Se levantó y comenzó a andar. Justo en ese momento, el reloj del parque marcaba las 7 de la mañana.