29.7.04

Cuento de hadas - parte II

Tras yacer en el frío y duro suelo durante varios minutos, la princesita decidió que ya era hora de irse a su hogar. Una vez allí, rezaría a todos los dioses que conocía para que la perdonasen por su mal comportamiento y pediría a sus señores padres que le buscaran un mago para que la enseñase a dominar la magia. No quería que lo que había sucedido ese día volviera a repetirse. Parecía que la destrucción de Prosperidad había hecho madurar un poco a nuestra princesita, pero aún así, y aunque ella parecía haberlo olvidado, el castigo de Morgea aún pendía sobre ella.

Se acercó con resolución a su lindo corcel pero cuando estuvo a su lado, el animal se encabritó y, asustado, escapó por el camino justo en el sentido contrario al que la princesa deseaba tomar. Molesta y emprendiendo el camino a pie, se dijo que jamás volvería a coger un caballo como aquél, que no comía a menos que fuera hierba de primera calidad y no se movía a menos que las herraduras fueran perfectas. “Caballo estúpido, se cree que está por encima de los demás”. Pobrecilla, no sabía que lo que decía se lo podía aplicar a ella misma.

A medida que se iba a acercando a su hogar, vio multitud de gente haciendo todo tipo de cosas: granjeros que cuidaban de sus animales, agricultores recogiendo frutas y verduras que pronto serían utilizadas para alimentar a toda la población, guardias que cuidaban el camino… Todos ellos se volvían a mirarla con atención y algunos, se apartaban de su camino con cara de pocos amigos, como si ella les hubiera hecho algo malo. Pero ¿qué? Casi se podía decir que no les había visto en su vida, y ella no tenía por costumbre hacer daño a la gente, ¿porqué se apartaban de ella? Encogiéndose de hombros, continuó su camino.

Al cabo de tres horas de intensa caminata en que sus delicados pies se llenaron de magulladuras poco propias de una dama de alta alcurnia como ella, divisó el castillo de sus padres. “¡Por fin!”, se dijo, ahora podría darse un largo baño caliente al tiempo que reflexionaba sobre lo acaecido aquel día. Los inmensos portones estaban tallados de forma que parecían enredaderas de oro y tenían incrustaciones de jade y esmeraldas por todos los lugares. Allí apostados había cuatro guardias con el emblema de la corona dorada bordada en sus delicados jubones. La princesa sonrió y se acercó corriendo a ellos, esperando que hicieran profundas reverencias y la condujeran al interior del castillo. Pero no fue eso lo que ocurrió, sino que huyeron despavoridos al verla, como si se tratara de un monstruo que viniese a acabar con ellos.

- ¿Dónde váis? ¡No huyáis! ¡Soy vuestra princesa!

La jovencita estaba consternada. ¿Porqué habrían hecho eso? Desde luego que aquél asunto no terminaría allí, cuando viera a su padre le exigiría que los guardias fueran castigados. Los conocía a todos, así que estaba segura de que ninguna otra persona resultara azotada por confusión. Seguro que no había en aquellas landas nadie más magnánima que ella.

A través de las ventanas con grandes cristaleras del palacio percibió una serie de movimientos y, de repente, la puerta principal se abrió y allí apareció su señor padre, acompañado de una vasta columna de hombres armados que conformaban su Guardia personal.

- ¡Papá! – dijo ella al tiempo que ensayaba su más hermosa sonrisa – No te vas a creer lo que han hecho tus guardias. Con todo el descaro del mundo han huido ante mis narices sin mostrarme sus respetos y….

No vió que, a medida que se acercaba a ella, una máscara de horror y desconcierto había ocupado el lugar del gesto de felicidad que había estado en la cara del Rey minutos antes.

- Hija mía, sangre de mi sangre y dueña de mi corazón…¿qué has hecho? Imágenes terribles acuden a mi mente y en ellas veo que, sin pensar, has utilizado la magia y con ello has llevado la muerte a cientos de personas. ¿Acaso no te dije que con la magia hay que tener cuidado? ¿Es que desoíste todo cuanto te dije?

Un rayo pareció caer encima de la pobre chica, que en aquél momento recordó las palabras del maleficio de Morgea. Temblando de vergüenza intentó abrazarse a su padre:

- ¡Lo siento mucho, papá! No sabía lo que hacía y ahora me doy cuenta. Prometo que cambiaré, lo juro, haré todo cuanto esté en mi mano para….

- ¡¡No, apártate!! –dijo al tiempo que se deshacía del abrazo de su hija - No te reconozco, chiquilla. No esperes piedad por mi parte ante el crimen que has cometido. ¡Desaparece de mi vista y no vuelvas nunca más!

Tras decir esto, el Rey volvió al interior de su castillo, y los más valientes de su guardia personal se aproximaron a la princesita amenazadoramente. Cegada por las lágrimas y el dolor, echó a correr dejando atrás el hogar donde tan feliz había sido y, sin ningún objetivo marcado, corrió y corrió hasta que la noche tiñó el cielo con su oscuridad y las fuerzas la abandonaron. Sin darse cuenta, se había internado en un bosque lleno de árboles altísimos cuyas ramas parecían monstruosos brazos que quisieran atraparla para no soltarla jamás. Los rayos de luna no podían atravesar el frondoso techo formado por las copas de los árboles, así que lo único que se alcanzaba a ver por doquier era una oscuridad espesa y pegajosa que hizo mella en su espíritu y consiguió que perdiera la consciencia. Pero eso fue bueno, porque así no se dio cuenta de que miles de ojos la observaban mientras permanecía tendida en el suelo, soñando con hermosos momentos del pasado y temiendo lo que traería el futuro.

Continuará ...

21.7.04

Cuento de hadas - parte I

Érase una vez, en una tierra muy muy lejana, donde la magia y la belleza rezumaban por doquier, una joven princesa que quiso tener un enorme palacio con cinco plantas y siete torres, hecho totalmente de mármol blanco y que estuviera rodeado por los más hermosos jardines jamás vistos en aquellas landas.
 
El día de su nacimiento le había sido otorgado el don de hacer magia por un hada que había sido gran amiga de sus padres, los reyes. Aquel don, sin embargo, no era más que una semilla que crecería con el tiempo y que necesitaría de mucho aprendizaje para ser desarrollado y dominado de manera que no supusiera ningún peligro para la princesa y para la gente que la rodeaba. Como todos sabemos, la magia no es cosa de risa, y hay que tener mucho cuidado con los hechizos que se lanzan, porque sin la fuerza y el conocimiento suficientes, podrían ejercer el efecto contrario al deseado.
 
Pues he aquí que nuestra princesa creció sana y hermosa, pero también tremendamente cabezota y ambiciosa. A pesar de los consejos de sus padres y vasallos, decidió que su conocimiento de la magia era completo y a los quince años, harta de hacer pequeños hechizos para que los chicos se enamorasen perdidamente de ella o para arreglar las cosas que se rompían en el palacio, quiso hacer algo más grande. Algo enorme, que la hiciera famosa en todo el mundo y la hiciera entrar en los anales del reino. Y aquello sería su soñado palacio.
 
No habló de su proyecto con nadie, ya que estaba segura de que intentarían detenerla por todos los medios. A los ojos de la joven princesita, los demás tenían envidia de sus poderes y querían evitar que los usara, para así rebajarla hasta su mismo nivel; un nivel en que la magia no existía y las princesas sólo servían para casarse con los príncipes de reinos los circundantes y engendrar niños. Pero ella no sería así. No señor. Erigiría su castillo y lo llenaría de cosas bonitas y cientos de sirvientes que se doblegarían ante sus deseos. La pobre chiquilla lo creía con todo su corazón, y así llegó el día señalado en que se pondría manos a la obra.
 
Montada en su hermoso corcel blanco se dirigió a las tierras en las que había decidido situar su pequeño reino y una vez allí, descabalgó y comenzó a recitar los versos del hechizo. Ante sus ojos comenzaron a erigirse, una por una, todas las plantas y las torres que había deseado fervientemente para su castillo. Cuando el trabajo estuvo terminado, comenzó a crear de la nada todos los sirvientes que trabajarían para ella y los bellos ornamentos que adornarían el interior del nuevo palacio, que ella había bautizado como Prosperidad.
 
Tras un par de horas de duro trabajo y comprobar que todo lo que necesitaba estaba creado, hizo entrar a la servidumbre al palacio, mientras que ella se quedó fuera para comprobar su obra. Era sencillamente perfecta, tal y como lo había soñado. Su intención era dirigir el país desde Prosperidad, al tiempo que hacía que todos los reinos circundantes le rindieran pleitesía y pasaran a convertirse en condados y ducados, es decir, que tendrían un rango menor que el suyo y jamás nadie le ordenaría nada. Ella iba a mandar desde entonces y su nombre quedaría grabado a fuego en las mentes de todos los habitantes de sus tierras.
 
Pero algo salió mal y su hechizo comenzó a fallar. Horrorizada, vio cómo los muros y los tejados comenzaban a temblar violentamente y  se desmoronaban. Los criados, en el interior, chillaban enloquecidos, pero no podían escapar, ya que los bellos ornamentos habían cobrado vida propia y se movían con malignidad para evitar que estos escapasen. Así fue que, tan rápido cómo su sueño había cobrado realidad, quedó convertido en un montón de piedra blanca de cuyos resquicios manaban ríos de sangre de la servidumbre de Prosperidad.
 
Quiso marcharse de allí y esconderse en sus aposentos personales del palacio de sus padres para llorar amargamente y lamentarse por lo que había ocurrido, pero alguien que, sin que ella se diera cuenta, había estado contemplando la destrucción del castillo se lo impidió. Se trataba del hada que le había concedido sus poderes en el momento de su nacimiento, y que resultó ser la gran Morgea, poderosa en la magia como nadie más en aquellas landas (y que sí había estudiado lo suficiente como para dominar la magia en todos sus niveles). Con su voz suave y musical le dijo a la princesa que su mala conducta había llevado a gente inocente a la muerte, así que debía pagar por ello con un severo castigo. Desde aquél momento, en la mente de todo aquél a quien la princesa se acercara se formarían espantosas imágenes de la destrucción del castillo blanco y de la muerte de sus sirvientes, y así ocurriría  hasta el día en que abriese su corazón y su mente a la sabiduría y a la bondad.
 
Con aquellas palabras y un sencillo toque de su varita mágica en la frente de la joven, Morgea desapareció, dejándola sola a los pies de la mole blanca destruida.
 
Continuará…

18.7.04

Crónicas del Círculo I - ¡Huye!

“Huye… por lo que mas quieras, ¡escapa!”

Aquellas palabras le taladraban la mente mientras corría con desesperación entre la nieve. El frío era intenso, y hacía rato que había dejado de sentir las manos y los pies, pero a pesar de ello, no se detendría. Ni siquiera las zonas en las que la nieve le cubría hasta las caderas suponían un obstáculo real para él, ya que rápidamente se arrastraba fuera de los agujeros helados. Lo que había visto era demasiado aterrador como para detenerse siquiera un minuto a descansar, el miedo lo impulsaba como si de un resorte se tratase.

“No te quedes mirando, ¡corre!”

Los árboles parecían mirar con sorpresa al joven, como si nunca hubieran presenciado una carrera así en sus miles de años de vida, y lo cierto es que muy pocas veces ocurría algún fenómeno que los despertase de su letargo. “Los árboles tienen ojos y nos espían”, le había dicho años atrás su padre. Mientras corría, lo recordaba con toda claridad. De pequeño esa afirmación le había asustado muchísimo, hasta el punto de que no deseaba pasar cerca de ninguno de los inofensivos árboles que había en el pueblo. Ahora, en cambio, ocuparía gustoso el lugar de cualquiera de ellos, ya que ¿qué peligro puede correr un árbol de la tundra? Nadie se para en medio del insoportable frío a talarlos y ninguna bestia del bosque los ataca jamás. Los humanos, lamentablemente, no tienen la misma suerte: como si no fuera suficiente el hecho de que muchas bestias encuentran sus cuerpos irresistibles, incontables son las veces en las procuran acabar los unos con los otros.

Lo cierto es que pocos eran los que se atrevían a cruzar los desiertos helados que separaban los pueblos del Círculo entre sí. Pero él y su hermana lo habían hecho. Al ponerse en camino les asustaba más la guardia que patrullaba el camino y que llevaba dos días buscándolos que los hasta entonces hipotéticos horrores que pudiera esconder los vastos terrenos helados.

Un grito lejano y familiar llegó hasta sus oídos, pero no dejó de correr.

¡Maldita sea! ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué no habían seguido el camino? ¡Malditos fueran los Señores de la Ley! ¡Ellos eran inocentes! El robo de la Copa Áurea del Templo de Retthe había sido el tema central de todos los chismorreos en el pueblo durante una semana, pero ellos no habían prestado mucha atención en ningún momento, bastante tenían ya con intentar sobrevivir como para pensar en la desaparición de un objeto que servía de culto a un dios en el que no creían. Pero lamentablemente, los problemas pueden aparecer incluso cuando no se los busca, y la Copa había aparecido en el zurrón de Lya. Cómo había llegado hasta allí, ellos no lo sabían. Lo que estaba claro era que el verdadero ladrón había decidido deshacerse del problema y pasárselo al primero que se encontrara en su camino, y el zurrón le había ido a las mil maravillas. No sirvió de nada contar la verdad, los sabios Señores parecían estar bastante hartos del tema: tenían la Copa y a dos cabezas de turco, ¿para qué molestarse más? La horca parecía ser lo único que hacía falta para solventar el problema y devolver a sus mentes la añorada paz y tranquilidad.

Milagrosamente, habían conseguido escapar de la mazmorra en la que se disponían a esperar a la muerte y el plan de huida se trazó rápidamente, sin pensar demasiado. Cruzarían el desierto helado, se alimentarían de los animales que pudiesen cazar y se calentarían con sus pieles. Cuando llegaran al siguiente pueblo, decidirían a dónde les llevarían los pasos.

Los primeros días habían transcurrido sin novedades. Cada día caminaban varias decenas de kilómetros, cazaban, descansaban, y volvían a ponerse en camino. La suerte parecía favorecerles. Pero al quinto día, todo cambió. Comenzaron a sentir una vaga e imprecisa presencia que, oculta a sus miradas, parecía estar fija en ellos. En ningún momento se iba y había veces en las que parecía acercarse a ellos peligrosamente, aunque no veían ninguna huella en la nieve que delatara su posición. Supusieron que sus mentes cansadas les estaban jugando una mala pasada, y no cejaron en su empeño de cruzar la vasta extensión de níveo terreno.

Ojalá hubieran hecho caso a sus intuiciones… pero ya era demasiado tarde para lamentarlo. Y su hermana fue la primera en pagar caro su gran error, pues hizo frente a la bestia que los perseguía, una vez ésta dejó de ser una mera presencia etérea. Para dar tiempo a que él emprendiese la huida, se sacrificó a la bestia maldita, mientras le ordenaba que sue fuese. Ella sabía que no había manera de sobrevivir, y si su muerte podía salvar la vida de aquél a quien tanto amaba, así lo haría.

Mientras corría, rememoraba aquellos momentos con dolor. Cómo la bestia había comenzado su ataque, cómo sus garras habían traspasado la blanca carne y la sangre manaba sin cesar. Al principio no pudo reaccionar, estaba paralizado por el horror. Pero los gritos agónicos de Lya le despertaron y empezó a correr.

Con un gran esfuerzo, se deshizo de aquellos pensamientos para centrarse en el presente. Frente a él, como salida de la nada, había aparecido una hilera de enormes árboles cuyas retorcidas ramas tendría que sortear con cuidado para no desgarrarse la ropa y la piel. Tras unos minutos de intenso forcejeo, los atravesó y apareció en un claro. Decidió que ya era el momento de darse un descanso. Se sentó en el suelo y cerró los ojos, dejando que la inactividad cubriera sus músculos agarrotados como si fuera un bálsamo. Sentía su corazón latiendo con fuera y un hormigueo en sus pies y manos, que parecían volver a la vida. El viento le revolvía los cabellos oscuros y secaba el sudor de su cara. La modorra estaba haciendo presa de él y no tardaría en entrar en el mundo de los sueños. Ya no tenía fuerza para resistirse al sueño. Seguía sintiendo el viento en su cara, y de repente, éste se había transformado en unas frías manos de mujer que jugueteaban con su cabello, apartándolo de su frente y peinándoselo con cuidado. Ahora masajeaba su cara con suavidad, le hacía cosquillas en el cuello y en las orejas, recordándole las juguetonas caricias que le daba su hermana cuando tenía un buen día. Sentía que si se despertaba, la encontraría sentada a su lado, esperándole para recorrer el camino con él. Quizás lo que había visto kilómetros atrás no había sido más que una pesadilla, quizás si despertaba…

… ¡allí estaba! Parecía que la luminosidad del cielo le hacía ver espejismos. Parpadeó varias veces, pero su rostro sonriente seguía allí y su cuerpo le abrazaba con amor. Le llamó por su nombre.

- Lya. Pero no puedes ser tú, estabas …
- ¿Muerta?

Él asintió, apesadumbrado.

- Oh, pero lo sigo estando, querido.
- ¿Co .. como dices?

El terror había vuelto de repente. ¿Por qué se había detenido? Sintió el frío cuerpo que le rodeaba, y miró los ojos de Lya. En un primer vistazo eran verdes y límpidos, pero parecía que se tornaban rojos ahora que se estaba despertando por completo. Quiso gritar, pero no pudo.

-Shhhhhhh, no digas nada. No te resistas, sabes que no puedes. Deja que te de un beso, hermano.

Con sus ojos cada vez más aterrados comprobó como aquel rostro ya no tan familiar se acercaba a él y supo en ese preciso instante que iba a morir.

Crac.

Con un sencillo pero duro golpe en el cuello todo terminó. La bestia parecía complacida, ¡dos cadáveres en un mismo día! Aquello era todo un festín. Mientras se levantaba, la forma que había tomado terminaba de desvanecerse y, una vez recuperado su aspecto verdadero, tomó el cuerpo y lo cargó a sus espaldas. La única prueba de que algo fuera de lo normal había ocurrido allí era el reguero de sangre que dejaba de rastro mientras caminaba y ya se encargaría el tiempo inclemente de ocultarlo.

15.7.04

Pasión nocturna.

Era de noche y, por fin, todos se habían retirado a sus habitaciones. El señor había tardado un poco más de lo normal, ya que unos asuntos de trabajo le habían retenido en su despacho, robándole parte de sus habituales 10 horas de sueño. La señora, los niños y los criados, en cambio, permanecieron fieles a su horario.

Este retraso casi había vuelto a Mary loca de impaciencia. Ardía en deseos de acudir a su gran cita nocturna con la lectura: la gran biblioteca de la mansión la esperaba como un fiel amante nocturno, clamando silenciosamente que alguien prestase atención a los cientos de volúmenes que, día a día, permanecían guardados y sin uso. Ella era la única que utilizaba esa parte de la casa con otra intención que no fuera sentarse para leer el periódico, mirar el paisaje a través de sus ventanales o tomarse un té con otras damas de la alta sociedad mientras se comparten toda una amalgama de confusos y ridículos chismes… pero debía hacerlo a escondidas, ya que ¿porqué debería interesarse por la literatura una chica como ella? ¡Una criada! ¿Acaso no debe estar el conocimiento reservado para aquellos que realmente puedan hacer algo útil con el? Esto le parecía inmensamente injusto a Mary, pero en pleno siglo XIX, ¿qué podía decir ella? El mero hecho de levantar la voz podía costarle su trabajo, y dependía de él para sobrevivir.

Y para acceder a las obras que tanto amaba.

Con el cuidado y la paciencia dignos de alguien que lleva casi un año haciendo estas escapadas nocturnas, salió de su habitación y, con la total oscuridad como telón de fondo, cruzó las dos plantas y los tres pasillos que le separaban de la biblioteca. A fuerza de recorrerlos una y otra vez durante sus horas de trabajo, los conocía de memoria, así que sabía perfectamente dónde podría esperarle una cómoda, un armario, una puerta, un jarrón. De ese modo, estaba segura que ningún ruido, resultado de un choque accidental, despertaría a los durmientes.

Finalmente divisó la gran puerta de caoba que separaba la cotidianeidad de su vida de la magia y la sabiduría que tantas personas habían derramado sobre las miles de páginas contenidos en aquella estancia. Abrió con sumo cuidado, aunque sabía perfectamente que ningún chirrido escaparía de las bisagras, ya que todos los días las engrasaba secretamente con ese fin. Y justo entonces, comenzó la aventura.

La mortecina luz de la luna penetraba por los grandes ventanales, dándole a la estancia un aspecto misterioso, casi fantasmagórico, que Mary adoraba. Cerró la puerta suavemente y se dirigió al centro de la habitación. Siempre le gustaba comenzar paseando su mirada por todos aquellos volúmenes recopilados a lo largo de los años por los antiguos dueños de la casa y ancestros del actual señor. Estos se encontraban distribuidos a lo largo de varias estanterías de gran tamaño y anchura, que ocupaban por completo tres de las cuatro paredes de la habitación. Estaban hechas de una madera muy oscura y eran bastante antiguas, parecían soportar el peso del saber y el paso del tiempo con la dignidad propia de quien sabe que la función que desempeña tiene gran importancia.

De pie, en medio de aquella cantidad de obras, Mary podía señalar con claridad donde estaban los libros que ya había leído, lo sabía de memoria. Frankenstein estaba en la parte baja de la estantería situada justo al lado de la puerta. Encima descansaba Don Quijote de la Mancha y en las siguientes estanterías estaban sus queridos Orgullo y prejuicio, El mercader de Venecia, La trágica historia del doctor Fausto, La Ilíada, La Odisea, y tantos otros que habían llenado sus noches de alegría, miedo, pasión o tristeza. La noche anterior había terminado de leer Romeo y Julieta, con lo cual, debía elegir un nuevo libro.

Miró el reloj de pared que estaba entre dos de los ventanales. Marcaba la una de la mañana, lo cual significaba que tenía dos horas para elegir la obra y comenzar a leer. Pasado ese tiempo, volvería a la cama para aprovechar las cuatro horas de descanso antes de comenzar la jornada de trabajo. Por suerte, nunca había necesitado dormir demasiado. Se acercó a las estanterías y comenzó a recorrerlas despacito, mirando los títulos que salían a su encuentro con interés y siempre tocando con suavidad y reverencia los lomos de aquellos tesoros en forma de libro. Había dos cosas que le encantaban de ellos, a parte de la historia que contaban: su tacto y su olor. Le gustaban especialmente los libros de lomo rugoso y duro, con viejas páginas amarillentas que despedían el aroma de las centurias. Se imaginaba por cuántas manos habrían pasado y qué tipo de personas los habían manejado y luego se preguntaba cómo los actuales señores de la casa y sus hijos podían ignorar aquellas sensaciones. ¿Es que sus ancestros no les habían trasmitido sus conocimientos? ¿O sería que, simplemente, preferían ignorar su legado? Fuera cual fuera la razón, Mary estaba totalmente segura de que era mucho lo que se perdían.

Finalmente, dio con el libro que comenzaría a leer aquella misma noche. Tapas color granate cuyo diseño, lleno de múltiples pequeños agujeritos, le hacía un suave masaje en las yemas de los dedos al sujetarlo. El título era La divina Comedia, de un tal Dante Alighieri. Lo abrió hacia la mitad y, mientras sonreía, aspiró su olor. Era un poco más grande que otros libros que había leído últimamente, así que invertiría en él bastantes noches de lectura. Sin más dilación y tras dirigirse a un sofá y encender una vela que llevaba en el bolsillo de su bata, comenzó a leer:


A mitad del camino de la vida,
en una selva oscura me encontraba
porque mi ruta había extraviado.
¡Cuán dura cosa es decir cuál era
esta salvaje selva, áspera y fuerte
que me vuelve el temor al pensamiento!



En medio de la noche, un cuervo grazó y el viento susurró entre las ramas de los árboles próximos a la mansión. Pero Mary no lo escuchó, ni siquiera estaba allí para presenciarlo. En aquél momento y hasta que el reloj diera su aviso, estaría en el Infierno.

11.7.04

Tarde de espectáculo.

Esta tarde he tenido la inmensa suerte de asistir al espectáculo Saltimbanco del magnífico Circo del Sol. Supongo que "no tengo palabras para describirlo" es una expresión muy típica, algunos incluso pensarán que lo que me ocurre es que mi dominio del lenguaje es demasiado pobre como para decir con palabras lo que he visto hoy, y quizás sea cierto, pero realmente lo que se siente ante un espectáculo de tal magnitud es difícil de representar con palabras ... hay que vivirlo.

Magia, música,luz, color, equilibrio y, sobre todo, personas. Eso es el Circo del Sol. Desde que se apagan las luces por vez primera hasta que llega el momento de irse, a los espectadores se nos sume en un maremágnum en el que se combinan todas estas cosas y que casi no te deja respirar. Aparecen los payasos, equilibristas, contorsionitas, funambulistas, cantantes, bailarines y demás, todos con sus increíbles movimientos y trajes multicolores que distan mucho de ser aleatorios: todo está sumamente cuidado en este circo, desde los chistes ("¡mesdames, messieurs! ¡homes, muyeres!") hasta el vestuario (azul, blanco, rosa y amarillo eran los colores básicos), pasando por los números en sí: Saltimbanco es una antigua palabra italiana utilizada para designar a los artistas callejeros, pero hoy en día, "saltimbanqui" es una persona que realiza ejercicios acrobáticos, y eso fue lo que más vimos durante las dos horas que duró la función. Y casi he de dar las gracias a una de las funambulistas que cometió un error, porque casi parecía que estabamos en presencia de muñecos con cuerpos de goma más que de personas xD.

Cabe mencionar uno de los momentos más hilarantes de la tarde. El payaso principal (un chico graciosísimo que todo lo que decía se componía de gestos y ruiditos que dejaban tremendamente claro el mensaje) sacó a un hombre de mediana edad del público y le instó a repetir todos sus movimientos. Y ese hombre era totalmente natural y lo hizo todo muy pero que muy bien. Hubo incluso un momento en que provocó un torrente de risas al intentar escaparse de sus "obligaciones" para volver a su sitio entre los espectadores. ¡El payaso se quedó a cuadros! Pero rápidamente le obligó a que terminara el trabajo :)

En fin, Saltimbanco es un espectáculo que ninguno nos deberíamos perder. Ardo en deseos de que llegue Septiembre para ver de nuevo el Circo del Sol, que para entonces traerá la función Dralion.